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Mar, Jun

Nacional

Lo que ayer fueron bombas contra Perón, hoy son fallos contra Cristina. El peronismo vuelve a enfrentar una maquinaria de proscripción con otros medios pero idéntica intención.

El 16 de junio de 1955, la Plaza de Mayo fue atacada por aviones de la Marina y la Fuerza Aérea. Lanzaron bombas sobre la población civil con la intención de asesinar a Juan Domingo Perón y derrocar al gobierno constitucional. Mataron a más de 300 personas. Dejaron cuerpos mutilados en la calle. Aquel acto de barbarie no fue obra de locos sueltos: tuvo nombres, apellidos y respaldos.

Estuvieron detrás Pedro Eugenio Aramburu, Eduardo Lonardi, el almirante Isaac Rojas. Acompañaron, desde la política, figuras como Miguel Ángel Zavala Ortiz, Arturo Frondizi, y parte del radicalismo que prefirió el atajo militar a la disputa democrática. La Iglesia, con el cardenal Santiago Copello a la cabeza, bendijo el alzamiento. Los diarios La Prensa y La Nación prestaron sus plumas para justificar lo injustificable. El poder económico, desde la UIA hasta los estancieros de la Sociedad Rural, financió y aplaudió.

Hoy, setenta años después, no caen bombas. Caen fallos. El aparato represivo de ayer se transformó en maquinaria judicial. Cristina Fernández de Kirchner no enfrenta aviones, pero sí un tribunal de guerra disimulado tras el traje de la justicia. La condena en la causa Vialidad –firmada por Rodrigo Giménez Uriburu y Jorge Gorini, promovida por los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola– no se sostiene por la prueba sino por la urgencia política. La Corte Suprema, encabezada por Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz, Juan Carlos Maqueda y Ricardo Lorenzetti, convalidó el armado.

No están solos. El Grupo Clarín, La Nación, Infobae y sus satélites operan como cajas de resonancia. El círculo rojo –CEOs, bancos, consultoras, fondos de inversión– digita en la sombra. Y Javier Milei, desde la presidencia, avanza con una motosierra que corta derechos y garantías, mientras se lava las manos ante la avanzada judicial.

¿El objetivo? El mismo de 1955: proscribir al peronismo, aislar a su liderazgo, advertir al pueblo que la osadía de elegir mal –según el poder– tiene castigo. Ayer fue Perón; hoy es Cristina. Ayer se invocaba a Dios y la República; hoy, a la transparencia y la lucha contra la corrupción. Pero detrás del relato siempre estuvo la misma intención: que el peronismo no gobierne.

Las bombas del '55 destruyeron cuerpos. Los fallos del '25 destruyen proyectos. No son menos violentos: apenas más pulcros, más técnicos, más televisados. Pero buscan lo mismo: suprimir una opción política legítima mediante medios ilegítimos.

La democracia exige elecciones libres. Sin presiones, sin proscripciones, sin listas negras dictadas desde tribunales. Sin Cristina en la boleta, la competencia se reduce a una puesta en escena.

La memoria no es nostalgia. Es resistencia. Nombrar a Rojas, Aramburu, Zavala Ortiz, Copello, Giménez Uriburu, Luciani, Rosatti, Rosenkrantz, Maqueda y Lorenzetti es un acto político. Porque cuando se oculta a los responsables, se allana el camino para que otros repitan la historia.

Las bombas del ’55 fueron el mensaje brutal de una elite que no toleraba perder. Los fallos del ’25 son su versión remasterizada. Menos estruendosa, pero igual de peligrosa. Y, como entonces, es el pueblo quien puede –y debe– impedir que esa historia vuelva a escribirse con sangre.

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