La polémica con Ricardo Darín no fue por la inflación, sino por lo que ya no se puede decir sin pagar el precio. En un país sin interlocutores creíbles, los artistas llenan un vacío que la política ya no ocupa. ¿Qué nos dice eso sobre nuestra democracia?
Ricardo Darín se sentó en la mesa de Mirtha Legrand y dijo algo simple, hasta inocente: que una docena de empanadas cuesta 48 mil pesos. Lo dijo con tono preocupado, más de vecino que de estrella. No se trató de una denuncia, ni de una arenga política, sino de una observación cotidiana que cualquiera pudo haber dicho en una cola de supermercado. Sin embargo, lo que vino después fue un aluvión: burlas, editorializaciones furiosas, ministros contestándole como si hubiera atacado al corazón de la patria.
¿Se puede caerle con toda la maquinaria del Estado a un actor por opinar del precio de las empanadas? En la Argentina de hoy, sí. Y no es porque el comentario fuera grave, sino porque dejó a cielo abierto algo que no debía decirse: que el país está cada vez peor, que la gente no llega, y que ya no hay consuelo en el relato oficial.
Lo que expuso Darín no fue el precio de un producto, sino la fractura entre el discurso de poder y la experiencia cotidiana de la mayoría. Lo que molestó no fue el número, sino el tono, el espejo, el atrevimiento de no callarse.
Pero lo más grave no es la reacción. Lo más grave es quién no reaccionó. Porque mientras los medios afines al Gobierno se encargaban de ridiculizar a Darín en cadena, las dirigencias políticas tradicionales miraban para otro lado. No hubo una defensa cerrada, ni siquiera un gesto de respaldo. Solo el murmullo de un sistema representativo que ya no se siente aludido ni siquiera cuando la censura viene en forma de sarcasmo televisivo.
En esta Argentina de 2025, donde el gobierno despliega operaciones mediáticas pagadas con fondos públicos para tapar el ajuste con escándalos simbólicos, las voces que se animan a decir lo obvio quedan en el centro del huracán. Y no son políticos, ni sindicalistas, ni referentes barriales. Son artistas. Como Lali. Como Darín. Como si al vacío de representación solo pudiera llenarlo el arte. Como si la sensibilidad hubiera quedado por fuera del sistema.
¿Y qué nos dice eso sobre la democracia? Nos dice que hay sectores sociales —cada vez más amplios— que ya no creen que este régimen les sirva. Que votan, sí, pero sin ilusión. Que cumplen el rito, pero ya no esperan justicia. Que empiezan a relativizar la democracia porque la democracia, tal como está, no les resuelve nada.
Ese es el silencio incómodo que dejó Darín, más allá de las empanadas. La sensación de que vivimos en una democracia formal, pero sin contenido popular. Y si no reponemos rápido el sentido colectivo, el hambre no solo será de comida, sino de representación. Y eso sí que no lo arregla ninguna estrella de cine.
¿Querés que lo ajustemos para un medio en particular? ¿O lo convertimos en un editorial con referencias históricas más marcadas?
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